martes, 4 de septiembre de 2012

Vacaciones entre olivos (Flashback veraniego) | Parte 1/2

Durante mi cautiverio no sabía si volvería a ver la luz del sol. Dudaba que pudiese volver a pisar el suelo de mi casa. Temía por mi integridad física y psíquica, notaba que la locura llamaba a la puerta y no podía mantenerla a ralla eternamente... Bueno, vale, quizás lo estoy exagerando un poco, pero es que si no queda muy soso. Pero vamos, si queréis verdad, tendréis verdad (vaya si tendréis verdad, como que me llamo Teodoro McTetis).

Cada año desde que tengo memoria mi familia y yo (ya que yo también pertenezco al grupo que supone "mi familia") vamos a una casa de campo durante una semana a relajarnos, gentileza de la hermana de mi padre (sí, mi tía; ¿hace falta especificarlo todo?), que es la propietaria de toda la parcela (en la que está la casa. Sois unos linces, no se os escapa ninguna, ¿eh?). En fin, que mis vacaciones veraniegas se reducen a visitar la casa de campo de mi tía. No es que me moleste, desde luego. Es más, me gusta ir a pasar parte del verano (esta vez han sido 10 días) a un sitio distinto, lejos de las ataduras que supone la gran ciudad (gran ciudad... si lo raro es que no sea un pueblo). Allí podemos gozar de unas dietas increíblemente sobrehumanas, que sobrecogerían al mismísimo Hulk (sí, es una forma elegante de decir que comemos como cerdos durante 10 días). La verdad es que me gusta comer (es de las pocas cosas que hago varias veces al día), así que no lo pasé tan mal. Entonces tenemos que el aspecto culinario es positivo, mejor pasemos a otros aspectos.

Debo compartir habitación con mi hermana, y mientras ella duerme en una bonita cama de madera mullida y con una almohada envidiablemente grande, yo me tengo que conformar con usar una cama nido (ni idea de cómo se llaman exactamente este tipo de camas, yo siempre las he llamado así). En efecto, cada noche debo sacar mi cama de debajo de la cama de mi hermana, empujarla hasta una esquina (y pesa bastante más que un muerto) y hacer malabarismos para llegar hasta el pijama, que indudablemente estará arrinconado en esa misma esquina donde he puesto la cama (leyes de Murphy, ya sabéis...). Por la mañana el paso invertido (que no gay), hacer la cama, quitarla de su esquina y meterla debajo de la otra cama. Todo ello desde el suelo, claro; ya os gustaría verme haciendo la cama de rodillas... (un estilo un poco de porno-chacha, me parece a mí). Así que el asunto del alojamiento recibe un punto negativo.

De la compañía no me puedo quejar, desde luego; en lo que viene siendo una parcela de no creo que más de 500 metros cuadrados convivimos 7 personas durante diez días, repartidos en 3 habitaciones (más de una vez me he preguntado si mi tía no sería una campeona nacional de tetris, o algo por el estilo...). A parte, claro, las visitas que puedan ir viniendo, que vienen a comer y se aferran a la sobremesa hasta que, cordialmente, los invitamos a cenar. Los invitados hacen ver que tienen prisa, los anfitriones insisten en que ya está hecha la cena y ¡PUM!, ya tenemos invitados hasta las 2 de la mañana (y como una persona educada que soy, no puedo levantarme de la mesa si hay invitados). También merece mención todo el personal que compone el vecindario, que, como no, no son más que un par de viejos con parcelas viejas y la típica familia ricachona con piscina y garaje triple. Nadie de mi edad, no sea que me relacione demasiado más allá de los muros. Y si con este panorama no he llegado a la locura es porque a mi padre se le ocurrió la idea de traer un router inalámbrico para poder conectarnos a internet. Una conexión lenta y que había que compartir, pero al menos pude hablar con gente normal, aunque viviesen en Alaska. Así pues, doy a la compañía un punto negativo y a la conexión a internet dos puntos positivos. De momento el balance es positivo, pero aún falta mucho por analizar de mis 10 días de "vacaciones" en la montaña.

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